La escritora argentina Selva Almada cuenta cómo son los hombres cuando están a solas, cuando se quedan a cargo de un hijo, cuando quieren convertirse en el pastor viudo ejemplar ante la mirada de los fieles o cuando matan. Selva Almada construye a hombres de la clase obrera, unos sujetos rurales que sudan por el trabajo y el deseo.
En El viento que arrasa, su primera novela, es donde empieza a trabajar la figura del hombre, del macho rural. Repite estos rasgos en su segunda obra narrativa, Ladrilleros. Entonces, los personajes femeninos son seres secundarios o están ausentes por una u otra razón.
Almada construye en El viento que arrasa, la novela que le valió un reconocimiento más allá de su entorno local, la identidad de un mecánico al que llaman el Gringo Brauer. Él está a cargo de un chico que tal vez es su hijo, pero no recuerda haber tenido sexo con la madre de este.
«La religión era cosa de mujeres y de débiles. El bien y el mal eran cosa de todos los días y de este mundo, cosas concretas a las que uno podía poner el cuerpo. La religión, creía él, era una manera de desentenderse de las responsabilidades. Escudarse en dios, quedarse esperando que a uno lo rescaten o echarle la culpa al diablo por las cosas malas que uno era capaz de hacer».
Ese mecánico tiene mucho de los familiares de Almada, de los hermanos de su abuela, de tíos solterones, hombres que nunca se casaron, que decidieron quedarse solos, sin mujer ni hijos. Ella los conoció cuando era pequeña, en Entre Ríos, la provincia argentina donde creció, al pie de la rivera del Paraná. Desde entonces le llamaba la atención construir estas identidades y, a través de su escritura, esbozar razones que justifiquen el quedarse solos, hasta que, en su novela, aparece Tapioca, que a Brauer lo conecta con el resto de la gente.
El personaje del pastor Pearson, un tipo que entregó su vida al protestantismo, luego de que a su madre se le ocurriera ir al acto de un predicador en medio de la playa y lanzarlo a sus brazos como un acto de fe, surge de una mera construcción literaria. Selva Almada no conoce a nadie que, como Pearson, considere que la paciencia es su mayor virtud y que quiera salvar al prójimo ofreciéndole su vida a Dios.
Almada narra la violencia de lo rural. Su obra está localizada en las afueras de la ciudad, en los lugares donde creció. Cree que en estos escenarios alejados de las grandes urbes hay una potencia dramática interesante, capaz de construir nuevos personajes con una manera de pensar particular, con una idiosincrasia distinta que se expresa en el uso de la lengua y en los modos de relacionarse con la naturaleza.
El universo de lo rural que le interesa construir a Almada es —según sus palabras— muy rico en imágenes y en poética. «Creo que lo que por ahí se comparte con la ciudad, lo que parece común siempre es la violencia. Aparentemente son violencias distintas, pero hay una mirada de los citadinos, de los habitantes de las grandes ciudades, bastante ingenua hacia la gente del interior. Creen que son lugares donde la gente es buena, donde no pasa nada, donde todo es muy bucólico y en realidad son sitios muy violentos. De pronto la violencia toma otra forma a la que conocemos en las ciudades», dice Almada.
Al igual que Brauer –que consigue cajas de cerveza para pasar las tardes en medio de la nada, en su taller, en la ruralidad– parece que la gente está muy calmada buscando los modos de sobrevivir con la naturaleza. Pero para la escritora se trata de una calma que todo el tiempo está engendrando una violencia que, en algún momento, estallará y adquirirá dimensiones muy graves.
«Al menos es lo que yo encuentro y que me gusta trabajar en los relatos —dice Almada—. Trabajar en una superficie aparentemente mansa, pero que por debajo tiene un torbellino de pasiones, de odios, de rencores, de ocultamientos, de secretos, de abusos. Me parece que esto es común a la manera de entender tanto nuestra sociedad urbana como rural».
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Cuando Selva Almada tenía 13 años, escuchó en la radio que apenas a unos pocos kilómetros de distancia de su casa habían asesinado a Andrea Danne mientras dormía, con una puñalada en el corazón. Pero no fue solo una muerte, sino la de tres chicas que, tal vez, hoy tendrían las mismas curiosidades que ella tiene y serían sus contemporáneas.
Después de 30 años de sobrevivir con las historias de estas muertes, Almada escribe su primer libro de no-ficción, al que titula Chicas muertas. Lo empezó hace más de diez años, cuando en Argentina se hablaba por primera vez de femicidios, cuando las mujeres comenzaron a protestar en las calles con el lema «nos están matando».
Hace tan solo diez años los asesinatos a mujeres cambiaron de perspectiva. Ya no se piensan como crímenes privados, se volvieron demasiado comunes y denunciados. Son tantos que se entiende que tienen una base social: la misoginia.
En Argentina, los medios empezaron a hablar de femicidios cuando, además de muertas, las mujeres aparecen quemadas. Se decía que aquellas muertes eran un síntoma de la época, pero Almada sabía que no era así, que a las mujeres las estaban matando desde el inicio de los tiempos. Cuando la gente decía que matar mujeres era algo del presente, Almada pensaba en las tres chicas que murieron cerca de su pueblo, cuando ella era adolescente, solo que entonces el tema no tenía la dimensión social y mediática que ahora.
Cuando la autora argentina empezó a escribir Chicas muertas, quería contar una historia que no es reciente, pero que, por alguna razón, se había naturalizado y se pensaba como crimen pasional. Era como que algún hombre, de pronto, enloqueció y mató a su novia o a la mujer que decidió no seguir a su lado. Nada más.
«Lo que cambió fue la mirada sobre este tipo de crímenes. Las mujeres nos empezamos a hacer cargo de que era una cuestión cultural y no el caso particular de un individuo o una familia. Era una adolescente en los años ochenta. Esas mujeres hoy tendrían mi edad, por eso me interesaban. Conocí esa época, pensé que tenía muchos elementos en común con estas historias para trabajar. Elegí esos casos, que ocurrieron hace 30 años, porque también denunciaban la impunidad de la justicia».
Cuando Selva Almada publicó Chicas muertas hubo otros escritores y periodistas hombres que decían que hacer este libro en medio de tantas muertes de mujeres era un acto «acomodaticio», que se trataba de «un panfleto que quería aprovechar el momento». Incluso, tras la publicación, la senadora del Chaco, María Inés Pilatti Vergara, escribió un proyecto de declaración contra el libro. Acusó a Almada de pedir que no se hiciera justicia.
A pesar de que ahora los casos tienen nuevo nombre y ya no se piensan como un asunto privado, estas luchas feministas aún son minimizadas. «En cuanto más visibilidad se le da a la problemática, en cuanto más salimos las mujeres a las calles, parece que más resistencia hay de parte de toda la cultura misógina, no solo de hombres. Aún cuesta entender estos asesinatos. Antes no se reconocían como una urgencia en la agenda mediática porque estos casos estaban naturalizados. No había una consciencia sobre eso. A veces me siento bastante pesimista, pero me parece que son importantes las marchas, salir a reclamar cada vez que aparece una mujer muerta. Estar presentes y seguir denunciándolo».
Para la escritora, la literatura no tiene que «venir a bajar línea ni a dejar ningún mensaje sobre nada». Cree que su literatura pasa por otro camino, no por el del deber de explicar el mundo. No le interesa una literatura panfletaria. No busca que haya un estante de la librería que apunte con negritas «literatura sobre la violencia de género». Está segura de que su escritura no pasa por ese camino. Lo suyo son los universos realistas, donde las historias están integradas y no acomodadas, ni como rabo de paja. «La literatura —dice Almada— puede ser política y comprometida, puede ser reveladora, pero cuando no persigue esa intención expresamente».
Almada tiene ahora 40 años y, a diferencia de las historias sobre las cuales escribe en Chicas muertas y otras tantas que se repiten en Argentina, uno de los países de América Latina con más casos de femicidio, se considera con la suerte de seguir viva. Su libro, «lejos de la crónica policial, es una historia íntima, una suerte de negativo de la autobiografía de una mujer joven mirando a otras mujeres jóvenes, y cómo todas son vistas desde una sociedad —no solo la del imaginario rural— donde la misoginia y la violencia contra ellas es aún hoy cosa de todos los días: el racconto de la decena de mujeres asesinadas», dice la periodista y editora Ana Wajszczuk, en Página 12.
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Antes de llegar a Ecuador por primera vez y dialogar sobre su obra en la Feria Internacional del Libro de Guayaquil, sin el frío de Buenos Aires, aunque sea por un momento, Almada estaba trabajando en su último proyecto: la escritura de un guion de cine, un trabajo que dice «no sabe por dónde agarrar», a pesar de que la crítica literaria, tras la publicación de sus dos novelas, ha hecho énfasis en aquello de que su escritura es bastante cinematográfica.
Tal vez de aquella idea que se repite en las entrevistas que le hacen haya surgido la invitación de los productores de la última película de Lucrecia Martel, Zama (basada en la novela homónima de Antonio di Benedetto), para escribir sobre el rodaje. Esta obra, que Almada la dejó de lado en su primera lectura porque no le gustó tanto como en la segunda, hace unos pocos años fue reseñada por el Premio Nobel de Literatura J. M. Coetzee.
En El mono en el remolino, Almada habla en el formato de un diario de rodaje de pueblos fantasmas transformados en escenografía, donde los protagonistas son españoles e indígenas; o los campos, en donde Don Diego de Zama lucha por la Corona española a la espera de un reconocimiento. Mientras Lucrecia Martel filmaba, Selva Almada observaba y hablaba con un equipo que hace un trabajo totalmente distinto al suyo desde la ficción. Termina entonces por construir una serie de notas líricas que permiten ver otra versión de la cinta.
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Para el escritor argentino y editor de El viento que arrasa, Damián Tabarovsky, la escritura de Selva Almada retoma una línea de la narrativa latinoamericana que parecía olvidada y perdida, la herencia del sur estadounidense, de Faulkner, que en los sesenta estaba en Saer, en Onetti, en Rulfo.
A pesar de que dicen que Almada es una de las escritoras del momento en Argentina, por ser también parte de una generación de autoras femeninas que son leídas fuera de sus fronteras y que su agenda cada vez se llena más de compromisos de ferias literarias, nada le nubla el panorama ni su plan de escritura.
Empezó a escribir hace muchísimos años y había publicado otros libros de pequeños cuentos. «Ya sabía hacia dónde quería ir, me había trazado mi camino, quizás si eso me hubiese sucedido a los 20 años ahora no sabría para dónde agarrar».
Aun cuando su círculo de lectores es cada vez más grande, hasta ahora le sorprende todo lo que pasó con su primera novela. «Me parece que es muy misterioso pensar en por qué a un libro le va bien o por qué no. No tiene que ver con la calidad. Hay libros de muy mala calidad a los que les va muy bien y hay otros que nunca salen del secreto. Así como a un libro mío le fue bien, mañana a otro le puede ir pésimo y hay que tenerlo presente para no subirse a ningún caballo. Lo que me queda siempre son las ganas de trabajar, la escritura de cada libro con una búsqueda particular», dice la autora de Ladrilleros.
Almada considera excepcional la escritura de su contemporánea Sara Gallardo, pero si se tratara de hablar de influencias, parentesco o familiaridades entre su escritura, piensa en Horacio Quiroga, Daniel Moyano o Haroldo Conti. Con ellos se siente más conectada en su escritura que con narradoras mujeres.
Aun así cree que existe un diálogo con autoras contemporáneas como la poeta Estela Figueroa, que además le encanta. Nombra también a Gabriela Cabezón Cámara, Alejandra Zina o Samantha Schweblin. Considera que son mujeres con mundos particulares y una literatura muy rica, que son parte de una nueva generación de autoras que están publicando y escribiendo en Argentina. Aunque sus obras sean totalmente distintas, pues no comparten temáticas ni estilos, están en diálogo porque están escribiendo, de alguna manera juntas, al mismo tiempo, y piensa que eso genera un modo de diálogo en los pensamientos, en las búsquedas y en la historia que cada una construye.